martes, 27 de abril de 2010

El sabor de mi Valle



Confieso que cuando me propusieron escribir un artículo acerca de la cocina del Valle del Cauca, me asaltaron serias dudas. Siempre había pensado que era en el hogar materno, en ese rito siempre renovado de cada encuentro familiar frente a las viandas humeantes, donde se adquiría el gusto por esos sabores y esos aromas que se llevarían por siempre en el corazón, en el recuerdo y en nuestras más ansiadas apetencias gastronómicas.

Pareciera por tanto, que no era yo la persona más idónea para hablar de la cocina criolla del Valle del Cauca pues mi madre, de origen peruano, deleitó siempre nuestro paladar con las deliciosas preparaciones de su cocina nativa. En nuestra mesa desfilaron desde nuestra infancia en medio de una expectativa siempre renovada y anhelante los exquisitos platos de esa cocina que hoy ha alcanzado renombre mundial.

No obstante, reflexioné que era importante que alguien que había tenido la oportunidad de degustar otros sabores, otras preparaciones, manifestara también su testimonio de lo que representa para quienes, cualesquiera sean sus circunstancias, aman apasionadamente esta tierra y degustan con intenso deleite su cocina, ese sabor criollo gustoso y cálido de la deliciosa comida valluna. Esa reflexión fue la que al fin me motivo a escribir esta breve nota.

La historia de la gastronomía del Valle del Cauca tiene su origen en el principio mismo de sus ciudades y poblados. Diría más: se remonta incluso a las civilizaciones que ocupaban estos territorios antes de la llegada de los españoles porque en su preparación están sabiamente fusionados los más característicos alimentos indígenas con los ingredientes allende los mares de los peninsulares. Y es que, a la vez que iba conformándose nuestra raza mestiza surgía también en los hogares vallunos esta nueva gastronomía, tan nuestra, tan variada, tan deleitosa. Guisos preparados sin prisa, en cocinas de leña, al calor del hogar y bajo la amorosa supervisión de las admirables matronas vallunas para quienes fue siempre un mandamiento sagrado deparar con sus viandas, felicidad y nutrición a sus numerosas familias.

Lo maravilloso es que muchas de esas deliciosas preparaciones vallunas se filtraron también dulcemente a nuestra mesa a través del profundo amor que nuestra madre llegó a cobrar por las costumbres de la cálida y acogedora tierra que tan generosamente la acogió en sus brazos.

Se volvió pues costumbre en nuestros almuerzos saborear también con deleite los deliciosos platos de la cocina valluna. Cómo expresar lo que significaba llegar del colegio al mediodía con hambre de estudiante y aspirar desde la puerta de entrada el delicioso aroma de la sobrebarriga, o de la lengua a la criolla, o del hígado encebollado, o del churrasco o el muchacho relleno… ¡Y ese arrocito blanco, graneado y brillante, acabadito de preparar! O los apetitosos sancochos en los que mi madre se hizo una verdadera maestra. Y todas esas otras gustosas sopas de la cocina de nuestro Valle, la de tortillas, la de cuchuco, la de arroz… ¡Qué delicia el plato de mis amadas lentejas con chuleta de cerdo y tajaditas de maduro! Cómo rehuir la tentación de los incomparables aborrajados o de los pastelitos de yuca. Imposible no saborear con deleite nuestra deliciosa torta de maduro, las marranitas, las crocantes tostadas de plátano ¡ o las humeantes empanadas, ¡ y aderezarlas con esa increíble salsa de aguacate, ajì, cilantro. y cebollita blanca. Ni para qué hablar del sabor gratísimo de nuestra deliciosa mazamorra con leche, con trocitos de panela de nuestros cañaduzales; del masato o del refrescante chanpús, en cuya preparación mi madre se convirtió en una verdadera experta. Cuánto disfrutaba también esa sazón tan especial de los platos del Pacífico llevados a nuestra mesa por la destreza de las expresivas morochas que ayudaban a mi madre en la cocina. Esas preparaciones únicas de la culinaria bonaverence en las que se unen alquimísticamente los sabores del mar con la leche de coco, el plátano y las hierbas.

Desde el colegio aprendí a amar y ansiar las delicias de nuestro incomparable mecato, las modestas y apetitosas cucas, las deleitosas gelatinas de Andalucía, los panderitos, las cocadas del Pacífico, las empanaditas de cambray, nuestro pandebono, ¡ nuestras exquisitas almojábanas!

¡Y qué bien sabían mis Navidades! El rey era desde luego, el infaltable manjar blanco preparado por mamá en paila, y en fogón de leña, y revuelto pacientemente durante todo el día hasta que alcanzaba su punto exacto. Pero también estaban el desamargado, y el dulce brevas, y los buñuelos y ¡la natilla! Cómo no van a ser dulces para mi esas navidades si uno de los más caros recuerdos de aquellos lejanos días es el de la figura querida de mi madre intercambiando con sus vecinas bandejas colmadas de los dulces manjares de nuestro Valle.

¡Cuánto extrañé todas estas cosas cuando a mi vez debí radicarme en el exterior durante muchos años! ¡ Cómo anhelaba por ejemplo, volver a saborear nuestros deliciosos tamales vallunos! Y aquí, tengo que hacerles una confidencia. En las navidades mamá solía preparar unos tamales de choclo típicos del Perú. Pero ¿saben qué? Yo siempre prefería los vallunos. Para mi eran incomparables, con esa macita jugosa y ese sabor tan especial que tiene algo de gloria y que para mi equivaldrá siempre a ambrosía.

La comida de tu tierra, llega finalmente a convertirse en carne de tu carne. Pocas cosas identifican más a una región, a una comunidad que su gastronomía. Aquí, en este valle cálido y amable que bajo un cielo siempre azul y en medio de una naturaleza siempre verde cobija nuestros sueños y nuestros más preciados anhelos tenemos el privilegio de estar unidos también por el gusto de una cocina cuyo principal ingrediente es el amor. Platos variados y deliciosos con los que siempre seremos felices y con los que sin ninguna duda podemos agasajar como reyes no solo a nuestra familia y amigos sino también a quienes nos visitan desde el exterior en la seguridad de que estaremos brindándoles las más deliciosas sensaciones gustativas.













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¿Quién es más romántico, el hombre o la Mujer?





¿Somos menos románticas las mujeres que los hombres? ¡Indiscutiblemente! Nosotras -aun estando enamoradas- somos el pie a tierra en la relación de pareja. Nos gusta, ¡cómo no nos va a gustar! el galanteo, el flirteo, el enamoramiento masculino. Nos halaga, ¡cómo no nos va a halagar! verlos rendidos a nuestro encanto, saber que entre ese profuso espectro de otras posibles parejas, él nos escogió a nosotras.


Pero, ¿somos acaso las mujeres menos apasionadas que los hombres? No, desde luego que no. Nuestras hormonas, claro está, también se desordenan ante el acoso amoroso. También hacemos versos, también cantamos (generalmente las canciones que ellos nos dedican) y también anhelamos su presencia, su contacto varonil. El mandato de la naturaleza debe cumplirse. Y su consigna es que la mujer se sienta atraída por el sexo opuesto, que elija entre sus pretendientes, el candidato más apropiado para concebir y mejorar la especie. El deseo, tanto en el hombre como en la mujer es la poderosa trampa que despliega la naturaleza para mantener la especie. Pero en la mujer, siempre ( o casi siempre) este deseo está circunscrito por su sentido común. Antes que el romance y el deseo, prima en ella su anhelo de compañía, el propósito de formar un nido donde sus futuros hijos encuentren apoyo y seguridad. En otras palabras, más que querer, nos dejamos querer… y proteger.

Obligado a jugar el papel de seductor, el sexo masculino ha tenido necesariamente que desarrollar a través de la historia, una especial habilidad para la palabra bonita, para el verso de amor, para la conquista y el enamoramiento. Lo suyo es el romance. Debe con sus mejores armas, conquistar la plaza. Y a la mujer se la conquista por el oído. Como dato curioso, ayer, consultando el número de poetas y poetisas de un portal de poesía caí en la cuenta de que habían 79 poetas hombres y solo 11 poetas mujeres. Y algo similar ocurre con los compositores de música romántica, con las novelas de amor.


¿Está acaso reñido el romanticismo masculino con su innegable tendencia a la liviandad, a la infidelidad? Por supuesto, que no. La naturaleza le ha dado al macho de la especie humana un mandato claro: Procrear. Debe pues sembrar su cimiente en el mayor número de parejas posibles para permitir la supervivencia de la especie. Una misión que, no se puede negar, ha llevado a cabo con bastante éxito.

A la mujer la naturaleza le ha designado una misión muy distinta aunque claro, sustentada en la anterior: concebir, dar a luz un hijo, criarlo y protegerlo hasta una edad en que pueda valerse por sí mismo. Y para cumplir con esta misión la mujer no requiere ser promiscua, es más, esa circunstancia sería un obstáculo. Solo necesita una pareja fértil. Y claro, conseguir con base en sus encantos, que su pareja no abandone el nido ni a sus crías.

En ninguna otra especie animal el mandato maternal es tan claro como en la especie humana. Es el ser humano quien nace más indefenso y quien continúa siéndolo por un periodo más prolongado de su crecimiento y formación. De ahí porque la mujer tiene menos desarrollado el sentido del romance y mucho más el de la maternidad, el de la responsabilidad y el de la sutil inteligencia para conformar un hogar estable con un buen proveedor que pueda brindarle seguridad y protección a sus críos. Lo ideal es que consiga que el macho se torne monógamo y ayude a criar a sus hijos, pero aun en el caso de que el editor responsable abandone el nido, la mujer lleva en sí un intenso sentido maternal que no desaparece cuando desaparece el amor de pareja y que la hará luchar y hasta dar la vida para proteger el fruto de sus entrañas.

En el galanteo humano es el macho quien debe mostrarse entusiasta, conquistador, romántico. La mujer joven, como una bella flor en edad de merecer ( léase: edad de concebir) , solo tiene que desplegar con la ayuda de la naturaleza y de su juventud, sus más cautivantes feromonas, dejarse querer y escoger con sabiduría a cuál de sus pretendientes brindará sus favores.

Pasado este trámite la mujer procurará con su innata sabiduría domesticar a ese ser cerrero -que aun estando ya unido a una pareja no pierde el deseo y atracción por otras féminas- para que desista de sus loables propósitos, olvide el mandato de la naturaleza y se ocupe responsablemente de sus hijos y de su hogar. Debe pues la mujer desplegar toda su inteligencia para lograr vencer la innata tendencia del hombre a ser un picaflor y a olvidarse de sus obligaciones.

Los celos en la relación de pareja responden a distintos factores: en el hombre se producen por un instinto primario que rechaza criar hijos ajenos; exige por tanto fidelidad. Este es un factor muy importante para los hombres. Y las mujeres lo sabemos. Antes de que la moral, los principios, los mandamientos religiosos y la ley dictaran sus normas, las mujeres ya sabíamos que la fidelidad era una muy especial regla en las relaciones de pareja. Una regla muy peligrosa de transgredir.

Por obvias razones, las mujeres no corremos el riesgo de ser engañadas y criar hijos ajenos. Nuestros hijos, siempre son nuestros hijos. Nuestros celos responden más bien, al temor de perder el editor responsable, a perder la pareja ganada a otras, en franca lid. Una pareja que no es fácil reponer y que aun en el caso de hacerlo no podrá suplantar el papel de padre ante nuestros hijos.

La era moderna ha producido, un arquetipo de mujer que no se encuadra en los patrones que rigieron durante tanto tiempo el comportamiento femenino. La mujer parece haber perdido, al menos en gran parte, el imperioso impulso hacia la maternidad. Hoy muchas jóvenes escogen conscientemente no tener hijos. La mujer, liberada por la ciencia de la posibilidad de quedar embarazada luego de la relación sexual, tiene ahora la oportunidad cierta de experimentar en su vida varias parejas sin necesidad de una relación estable y sin el peligro de concebir. Hoy, las mujeres reclamamos el derecho a alcanzar el placer. Algo que la madre naturaleza, ¿quién sabe por qué artilugios? nos concedió en forma mucho más complicada que al hombre. Empeñadas en esa búsqueda de placer, hacemos del lance amoroso una especie de juego aeróbico que para nada toma en cuenta los embriagadores vericuetos del alma y nos tornamos aun más pragmáticas.

Todo va cambiando sutilmente y el romanticismo, esa característica que el varón ha debido perfeccionar a lo largo del tiempo para la feliz consecución de sus pretensiones amorosas, ha venido un tanto a menos ante la facilidad que encuentra en la actualidad para abordar y conquistar al sexo opuesto. Las cosas ahora se dan sin mayor empeño y así, en el ambiente relajado y promiscuo que le ofrece la sociedad moderna, el hombre encuentra más que en ninguna otra época la oportunidad de cumplir sin mayor esfuerzo de su parte con el poderoso llamado de la naturaleza.

La mujer moderna ha invocado su derecho a la libertad en todo sentido y esto ha producido un tipo de relación más efectiva en el plano amoroso, pero desde luego, ha suprimido casi completamente de la relación de pareja la etapa del enamoramiento y del galanteo en la que los hombres desplegaban todo su romanticismo. Ahora solo se piensa en la consumación amorosa. Y desde luego, una vez tomada la plaza, cuando el hombre se casa o se une a una pareja, su romanticismo, que ya no tiene biológicamente razón de ser, sufre un bajón sustancial o se anula definitivamente.

Todo ese juego amoroso, eso que llamamos amor, lo vivimos intensamente los seres humanos creyendo que somos completamente autónomos en nuestras decisiones, que hemos descubierto caminos no recorridos.¡Qué equivocados estamos! Somos solo entes sumisos y maleables en el intrincado y repetitivo engranaje de la naturaleza y de sus normas.

En días pasados en una reunión observaba regocijada a un amigo. Ya peina canas, tiene una barriguita cervecera y  caminar pausado y sin embargo, sus hormonas todavía se desordenan ante la posibilidad de un nuevo romance, de una nueva aventura. Todo su ser entra en alerta, se prepara y se afina ante una posible conquista. El cazador divisa a su presa y la fuerza de la naturaleza lo incita a tener contacto con en ese animal joven que está allí cerca y con el cual hay (al menos en teoría) la posibilidad cierta de procreación. Y allí entra en juego su lenguaje, su comportamiento galante. Al jugar ese agradable juego el hombre cree firmemente que es completamente autónomo, que tiene la sartén por el mango. Pero está equivocado, es solamente un peón de la naturaleza...


Y un romántico incorregible.




Otros artículos de la autora:

Nicola Tesla, el hombre que iluminó nuestras vidas...

Los Mayas, un pueblo enigmático




Por qué no puedo ser como Herta Muller



Por qué no puedo ser como Herta Muller 


Reina en el ambiente una refrescante placidez dominical. Un silencio interrumpido solo por el ruido fugaz de la moto del repartidor de periódicos y por el concierto de mis comensales plumíferos reclamando su desayuno. “Tendrán que esperar, amigos. Hoy es domingo y creo que puedo darme el lujo de holgazanear un poco”, les digo telepáticamente desde el mullido cobijo de mi cama. 

A través de las junturas de la cortina de bambú observo al vecino del tercer piso que se encamina juicioso a su paseo matinal. “¡Qué pereza! ¡Allá él! Por mí, hoy el cuerpo tiene derecho a un merecido descanso”.

De pronto, me sobresalto ante una inesperada llamada de teléfono. Alzo el auricular con un tanto de prevención.

-–Leonor, ¿Cómo está? ¡No me diga que todavía estaba durmiendo!

Es María Isabel, mi querida amiga y vecina. Su llamada me sustrae de una placentera modorra dominical que todavía me tenía arrebujada entre las sábanas. Quién sabe por qué motivo ayer me abandonó el sueño desde las doce de la noche y ya no pude volver a pegar los ojos sino hacia las cinco de la madrugada. Me sorprendo al ver el reloj y comprobar que ya casi son las nueve de la mañana. Un verdadero record para mí que suelo despertarme con la aurora.

-–¡Ah! ¡Hola María Isabel! Nooo… bueno, sí – le contestó y añado tratando de justificar un tanto mi molicie - Lo que pasa es que ayer en la madrugada me agarró el insomnio.

-–¿Siiii? ¿ Y eso por qué? - refuta María Isabel y sin darme tiempo a contestar añade - Dígame, ¿qué pensaba hacer hoy? ¿Tiene algún programa?

–Pues, programa, programa, lo que se dice programa, no – le contestó todavía un poco aperezada- Pero pensaba dedicarme a terminar unos cuentos que he dejado inconclusos y organizar también unos papeles. Además – añado con una sonrisa que mi amiga no puede ver- ya sabes que en una casa siempre hay cositas que hacer.

(Por algún extraño motivo yo tuteo a mi amiga, pero ella casi siempre me trata de “usted”).

–¡Ah, bueno! Pero todo eso puede esperar. Mire, pensamos ir con Gabriel, Jairo y Vilma hasta El Queremal. Allá están en festividades de la población y hay un bonito programa de folclor. Nuestra amiga Gloria es la presentadora ¡Anímese, Leonor!

–Está bien – respondo luego de unos segundos y añado sinceramente entusiasmada

-–Es algo muy tentador; no puedo negarme. ¿A qué hora salimos?

–Diez y media. Son las nueve, tiene tiempo de bañarse y arreglarse con calma.

–Hecho.

Me doy un rápido duchazo en agua fría (Desde un día que me cortaron temporalmente el gas por falta de mantenimiento me acostumbré a prescindir del calentador y ahora, el agua a su temperatura normal la siento tibia y hasta más agradable). ¿Qué me pondré? El mismo problema de siempre: qué ponerme que no haya sido visto ya infinidad de veces, que no me apriete y que resulte apropiado para este paseo informal. Me decido por lo que me parece más apropiado: pantalón, blusa ligera y zapatos cómodos. Debo llevar también una chalina. Por esos lados suele hacer frío, aunque ahora con esto del calentamiento global resulta que en todas partes hace calor. De todas formas es mejor estar segura.

Mis amigos me recogen a la hora convenida. Iniciamos el trayecto. En otro automóvil viajan Jairo y Vilma, nuestros amigos comunes. Para salir de la ciudad debemos atravesar la serie de conventillos apretujados y diversos que se han establecido en ese punto estratégico que lleva a la carretera al mar: gasolineras, restaurantes de poca monta, ferreterías, droguerías, tiendas, negocios varios. Avanzamos muy lento debido al embotellamiento de tránsito que siempre se forma en este punto. Poco a poco ascendemos por la carretera. El bullicio del sector va quedando atrás. En sus giros, la carretera nos va llevando hacia la cordillera. Franqueamos algunos barrios extramuros. Paulatinamente el paisaje se ensancha e impregna de verde. El aire que llega a nosotros por las ventanas del automóvil se siente más puro. Es un día espléndido. Caigo en cuenta que no traje las gafas de sol. “¡Y yo que tengo la vista tan delicada!”. Mando al diablo el neurolenguaje y la imprecación contra mí misma brota espontánea: “¡Qué idiota soy!”.

Ante nuestro ojos desfilan vertiginosas las montañas cubiertas de vegetación. En sus faldas y a lado y lado de la vía coquetas casitas de campo parecen sonreírnos. Mi amiga es una excelente conductora. Con ella una no experimenta esa sensación de inquietud que le asalta junto a otros conductores que manejan a gran velocidad, frenan, discuten, rebasan en curva, realizan peligrosos giros. Disfruto el paseo sin ningún sobresalto. Solamente me ocupo en observar el paisaje que fugazmente pasa ante mis ojos.

En el recorrido se suceden varias poblaciones veredales. Pueblitos improvisados a orillas de la carretera que fueron formándose y creciendo con la escala obligada de buses de pasajeros y de vehículos en general para cargar combustible, comer o adquirir algunos de los productos típicos de la zona. Poblados alegres, variopintos, llenos de energía. Aquí y allá hombres a caballo, ventas de toda clase, mujeres preparando melcocha, piezas enteras de cerdo colgadas de las perchas de las carnicerías, campesinos con su machete al costado y su carriel al hombro y bellas campesinas de piel clara y finas facciones que ostentan coquetas los modernos atuendos de la ciudad.

Pero no es este nuestro destino y luego de superar el embotellamiento de tránsito continuamos nuestro viaje. Mi corazón se ensancha al observar ambos lados de la vía y como colgadas de las lomas, encantadoras fincas campesinas. ¡Cuánto aman los colombianos a su tierra! Eso se refleja en los nombres con los cuales bautizan a sus terruños; en la coquetería con la que decoran los portones de sus fincas; en sus cercos y macetas llenos de flores.

El aire se torna cada vez más frío. Envuelvo la chalina en mi cuello. El paseo en carro completa ya hora y media. De improviso, al bordear una curva del camino llegamos a nuestro destino.

El Queremal se presenta al viajero como tantos otros poblados del Valle; unas cuantas casas modestas a la vera del camino de acceso y a lado y lado extensos sembrados y pastizales. Por la calle principal llegamos hasta la plaza. El lugar se encuentra repleto de turistas nacionales que han llegado como nosotros en busca de la alegría sana y auténtica de estas fiestas campesinas. El tránsito es lento; decenas de automóviles parqueados a lado y lado de la estrecha vía dificultan la marcha. Pero no tenemos prisa. Esto también hace parte del paseo.

La plaza semeja un panal multicolor. Es día de mercado. Los campesinos exponen sus productos, frutas, verduras, artesanías. Se siente la alegría y el bullicio. Huele a comida típica, fritanga, tamal, sancocho…Kioscos ubicados alrededor de la plaza exponen todas esas delicias. Se nos hace agua la boca pero ¡paciencia! todavía es un tanto temprano. Entre interesados y curiosos damos un recorrido rápido por la bullente plazuela y luego nos encaminamos a presenciar el programa de bailes típicos frente a una sencilla tarima situada a un lado del parque. Nos acomodamos en un graderío de cemento. Se percibe la calidez, alegría y hospitalidad de quienes nos rodean. A través de altavoces los aires típicos del altiplano inundan el ambiente. Al escucharlos mi espíritu se conmueve como sintiendo el llamado ancestral de la tierra. Mis ojos, mi mente y mis pies danzan alegres por el influjo de esa música nuestra que remueve mis adormecidos genes prehispánicos.

Saludamos con la mano a nuestra amiga Gloria que ya se encuentra en el proscenio animando el programa. Se emociona al vernos. Nos saluda a su vez calurosamente desde el micrófono con gentiles expresiones de admiración y cariño. Todas las miradas se vuelcan sobre nosotros. Siento un poco de rubor ante la fugaz notoriedad. Pero bueno, ya empieza el programa. Con música de alegres pasillos llega el desfile de los participantes. Desde niños de kinder hasta unos más grandecitos de quinto y sexto grado apropiadamente ataviados con sus trajes típicos. Las niñas, muy lindas, maquilladas, con arreglos de flores en el cabello, faldas largas y blusas de vuelos y encajes. Los varoncitos con pantalones y blusas blancas, sombrero y pañuelo rojo al cuello. Todos con alpargatas.

Danzan por turnos los aires de la tierra, bambucos, pasillos, cumbias. No son todavía muy duchos en el arte de la danza; falta coordinación y esa espontaneidad que paradójicamente solo se logra a través de una repetición continúa, pero en cambio poseen la autenticidad de algo que no es excepcional en su vida sino por el contrario, su vida misma. Me invade un sentimiento de pertenencia, de amor por mi tierra al observar esos niños campesinos que desde tan tierna edad aman y practican la música, las costumbres de sus ancestros. Es aquí, en estas poblaciones sencillas, entre estas gentes humildes que tan poco piden a la vida, donde sobrevive el alma de nuestro pueblo; donde se conserva todavía auténtica la fuerza de nuestras tradiciones. Nuestra amiga resalta también desde el micrófono esos valores. No puedo evitar emocionarme; siento húmedos mis ojos.

Los olores que despiden los guisos que se ofrecen en el lugar tienen toreadas hace rato mis papilas gustativas. Con alivio compruebo que llegó ya la hora de almorzar. Por mí me quedaría en uno de esos toldos pueblerinos saboreando feliz los platos típicos preparados a la mejor manera del lugar. Pero mis amigos deciden acudir a un restaurante más confiable. No hay que olvidar que por ahí ronda la muy promocionada gripe H1N1. No debemos correr riesgos. Nos encaminamos pues a un restaurante muy agradable situado a la entrada de la población.

Elegimos el plato típico de la localidad: un sancocho de padre y señor mío con formidable pechuga de pollo, ají, ensalada, tostada de plátano, arroz, guiso, ají y jugo. Damos gustosos buena cuenta de todo. A la llegada de los tintos disfrutamos una amenísima charla de sobremesa.

–¿Por qué crees que amas a Dios sobre todas las cosas?- me pregunta mi amigo Jairo en determinado momento de la conversación.

La pregunta me toma desprevenida. Creo sin embargo, que siempre lo he tenido claro.

-–Es difícil demostrar eso- contesto, y añado- Pero pienso que ese amor solo puede verse reflejado en el amor que yo misma dé a los demás. Siento sobre todo mucho agradecimiento por la cantidad de cosas buenas que he recibido en mi vida. A veces me parece que Dios me ha tenido predilección, que le caigo bien.

Sé que esto que expreso es cuando menos, irreverente. No se puede juzgar en forma tan elemental y familiar a Dios. Pero ese es un pensamiento que siempre me ha asaltado. ¿Quiere Él más a unas personas que a otras? ¿Más a mi? Preguntas cuya respuesta tendrá por fuerza que esperar.

Después de la agradable y filosófica sobremesa tomamos el camino de regreso. Cae una fina garúa. El clima se ha puesto bastante frío. Después de los tremendos calores que hemos soportado últimamente en Cali, esta temperatura debería agradarme pero no hay nada que hacer. No me gusta el frío, y peor aún , andar tan arropada.

El zigzagueo de las curvas del camino y la temperatura tibia dentro del vehículo me inducen a dejarme llevar por la modorra y por el sueño. Cierro los ojos por unos instantes. Pero me resisto a la tentación. Me gusta observar el panorama. Estos paisajes no los veo todos los días. Una vez más admiro la capacidad de conducción de mi amiga. Ha sido un viaje sereno, a una velocidad constante y sin ningún sobresalto. Al llegar al kilómetro 18 nos detenemos en un restaurante muy agradable a orilla de la carretera. Como fin de fiesta nos tomamos un chocolate caliente con mucho queso ¡Una delicia en medio del ambiente frío y brumoso de la cordillera!

Verdaderamente un paseo encantador. Y todo gracias a mis amigos que me tuvieron en cuenta y me rescataron durante unas horas de mi cartujo retiro.

Un gusanillo de remordimiento ante mis proyectos pospuestos, ante la irresponsabilidad del trabajo postergado una y otra vez, se abre paso poco a poco en mi mente. No escribí nada, las hojas en blanco siguen ahí esperando que las colonice; el desenlace de los cuentos empezados tendrá que esperar, todo lo planeado para este domingo quedó en veremos. "¡Pero valió la pena, qué Diablos!" – digo para mis adentros con rebeldía, y a manera de consuelo añado: "Total, estas cosas no pasan todos los días. Mañana es puente feriado y podré recobrar el tiempo perdido".

Entro a mi apartamento y ni bien acabo de cerrar la puerta, oigo el teléfono.

–Hola, Leonor ¿Cómo te fue hoy? ¿Qué hiciste?- pregunta mi hermana a modo de saludo.

La pongo al corriente.

-–¡Qué bien! Pero mirá, te llamaba porque quiero que vengas mañana al almuerzo.¿Te acordás de Ruby y Doris, mis cuñadas? Pues fíjate que en días pasados cumplieron años y les quiero hacer mañana una pequeña celebración. Va a estar bonito. En la tarde Guillermo, su hermano les va a traer una serenata ¿Venís?


¿ Y ahora sí entienden por qué no puedo ser como Herta Muller?






Había una vez, hace muchos, muchos años




Sí... hace doscientos cinco años, el 2 de abril de 1805 nació en Odense una pequeña ciudad de Dinamarca, un niño que tendría la sublime misión de despertar la fantasía y los sueños de los niños de todo el mundo. Este niño era: Hans Christian Andersen.

Andersen creció en una familia muy humilde –su madre era lavandera y su padre zapatero remendón-, pero esto no fue obstáculo para que amara apasionadamente la lectura y para que, al hacerse hombre, se convirtiera en el gran escritor que supo recrear con imaginación y sensibilidad un sinnúmero de historias encantadas en las que los niños fueron casi siempre, los principales protagonistas.

Mi infancia estuvo marcada por esos cuentos deliciosos que me depararon siempre una gran ensoñación y a la vez, y casi sin darme cuenta, muchos momentos de reflexión. Cómo olvidar, a pesar de los años, el bello mensaje del patito feo, que para sorpresa de todos y de él mismo se convirtió al crecer en un precioso cisne; o la soledad infinita de la linda fosforera en cuyo hambre y frío nadie reparó en medio del bullicio y la prisa consumista de la Navidad; o aquel otro, del niño que con su inocencia puso al descubierto en, El traje nuevo del emperador, lo que los mayores con sus miedos y prejuicios no se atrevían a reconocer.

Irónicamente, hoy, en el bicentenario de su nacimiento, llegan desde Dinamarca para los niños humildes de Colombia, no los cuentos encantados escritos con tanto amor por Hans Christian Andersen sino un mensaje de odio y de terror representado por las donaciones hechas a las FARC por la organización danesa Foreingen Oproer, “Rebelión” con el fin de que ese grupo armado adquiera armamento para destruir sus hogares, sus poblados, sus puentes, sus torres de energía; para sembrar las minas quiebrapatas que los dejarán mutilados o muertos; para acabar con sus sueños y con su futuro; para crear en nuestro país, más atraso, más desempleo, más miseria, más angustia, más lágrimas...

El romántico autor del inolvidable Soldadito de plomo, no pudo presentir siquiera que mucho tiempo después de su muerte, ocurrida en Copenhague en 1875, compatriotas suyos auspiciarían a quienes multiplican brutalmente los soldaditos asesinados y mutilados de nuestra patria; a quienes asesinan sin piedad a los valerosos y jóvenes soldados colombianos -campesinos en su mayor parte-, cuyo único pecado es tratar de imponer el orden en una nación acosada salvajemente por una guerrilla que hace mucho tiempo dejó de tener ideales para convertirse en una banda de narcotraficantes y en el más cruel verdugo de las gentes humildes que algún día dijo querer defender. ¿Cómo es posible entonces, que estos forajidos tengan acogida en algunas organizaciones europeas y reciban de ellas apoyo económico y militar?

La ONG danesa Foreingen Oproer, “Rebelión”, se ocupa de patrocinar criminalmente el horror y el caos no solo en Colombia sino también en algunas otras partes del mundo, lejanas claro está, de su nativa Dinamarca, donde los niños y sus familias sí pueden disfrutar de envidiable tranquilidad. ¿Con qué derecho, los ignorantes desocupados que forman esta despreciable ONG pueden hablar de que los violentos de nuestro país se oponen a una “democracia ilegítima”? ¿Cómo pueden tener la audacia de tildar de ilegítimo a un gobierno democrático elegido mayoritariamente por nuestro pueblo, quienes paradójicamente viven dentro de una monarquía que se basa en el arcaico sistema de sucesión y cuyos miembros gozan además de todas las prebendas que su cargo real les confiere?

¿Acaso Patrick Mac Manus y Cristine Lundgaard, portavoces de esta siniestra organización, no saben que la violencia en Colombia ha dejado cientos de niños mutilados, sin hogar y sin familia? ¿Qué por efecto del accionar de estos grupos violentos 1.200.000 niños han sido desarraigados de sus tierras? ¿Que miles de ellos han sido obligados a tomar las armas y prostituirse, y decenas más han corrido el trágico destino del secuestro? ¿Que somos el país del mundo con mayor número de familias desplazadas por culpa del conflicto armado? ¿Que jamás, en medio de las peores tragedias y embates de la naturaleza se ha visto un gesto generoso de los violentos para con las gentes de menores recursos? ¿Qué sus sanguinarios dirigentes, convertidos hoy en capos del narcotráfico, ordenan sin piedad, entre copa y copa de güisqui faja azul, y desde sus confortables guaridas, los secuestros y las muertes de cientos de vidas inocentes ?

No, señor Mac Manus, no señora Lundgaard: Colombia no necesita que desde Europa se aliente más el odio fraticida y se patrocine la compra criminal de armas para matarnos entre hermanos; lo que necesitamos urgentemente en nuestro país son escuelas, hospitales y sobre todo, paz y tranquilidad para poder labrar fecundamente nuestros campos y para construir un país en donde nuestros niños puedan por fin soñar felices y tranquilos con su futuro.

En el bicentenario del nacimiento de un soñador como Hans Christian Andersen, y en este mes dedicado mundialmente a honrar a la infancia, sería muy conveniente que los felices niños de Dinamarca pudieran leer los cuentos de terror y de muerte que la guerrilla y organizaciones como la danesa “Rebelión” les están haciendo escribir con sangre y sufrimiento inenarrable a los niños de Colombia.




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Un precioso regalo del pasado






El ambiente está cargado de magia. La música acompaña los giros imposibles de la trapecista; su silueta delgada, casi etérea, cubierta por brillantes lentejuelas, no gira, vuela alrededor de la pista. Los ojos maravillados de los espectadores la seguimos fascinados. Después de un giro prodigioso, asciende con agilidad de libélula hasta un balancín situado en lo más encumbrado de la carpa. Desde allí continúa sus osadas y rítmicas cabriolas y entonces, en un acto que nos deja a todos paralizados, mientras el tambor aumenta el suspenso, desciende vertiginosa y grácil hasta el suelo. La emoción comprimida estalla en estruendosos aplausos. Ella, feliz y agradecida, curva su bella figura en una graciosa reverencia.

Es la magia del circo. Ese fragmento encantado del pasado que anclado en la historia se resiste a ser arrastrado por el viento inclemente del progreso. Ese gran ensueño multicolor y variopinto que continúa brindándonos, a través del tiempo, su viejo pero siempre nuevo y deslumbrante espectáculo. Con cuánta alegría asistí en días pasados a la carpa colorida y gigante del Circo Ruso sobre hielo. Allí, sobre una gran pista congelada, los campeones mundiales de patinaje recrearon con sus increíbles giros emocionantes escenas de cuentos encantados; pero también hicieron presencia los malabaristas, los prestidigitadores, los trapecistas y, claro, los payasos.

¡Qué maravilla que la tecnología moderna no haya logrado todavía relegar los circos al olvido y que en pleno siglo XXI podamos continuar ingresando a su carpa por los senderos de aserrín, para aplaudir emocionados desde el graderío –desde donde la función es más rica y más emocionante – a los artistas circenses! Esa especie de gitanos errantes, sobrevivientes del medioevo, que peregrinando incansables por el mundo con su carpa y sus aperos a cuestas llegan de tiempo en tiempo a nuestras ciudades para iluminar nuestras vidas con el refrescante y mágico espectáculo del circo.

Creo firmemente que todos los niños del mundo tienen derecho a vivir un encuentro personal e inolvidable con el circo. A sentir el olor, la magia y la fuerza de ese espectáculo ingenuo y romántico sin el cual le quedaría faltando algo a su infancia. Porque cuando se encienden las luces y desfilan las bastoneras y el elenco del circo hace su aparición, el corazón -no importa la edad que tengamos- vuelve a latir desprevenida y jubilosamente. Y entonces, ese mundo virtual que nos ha ido atrapando a través de la tecnología moderna desaparece vencido por la energía y el encanto de un espectáculo milenario que nunca envejece.

¡Cuán cercana parece la distante niñez cuando vuelvo a vivir esa experiencia, tantas veces repetida, pero siempre fresca y excitante! Aún recuerdo la ilusión con la que llegaba a casa cuando niña después de la función y pretendía imitar con naranjas o limones el acto del malabarista, y cómo aprendí entonces, tras sucesivas frustraciones, que la cosa no era tan fácil como parecía. Que solo con gran perseverancia y disciplina había logrado realizar el artista su increíble acto. Una lección de tenacidad que he debido tener presente una y otra vez a lo largo de la vida.

Creo que la mejor definición de lo que representa el espectáculo del circo para el alma infantil la escuché en cierta ocasión en la que le preguntaron a un payaso circense por qué repetía siempre los mismos chistes, los mismos golpes de bolillo, las mismas tortas en la cara, las mismas caídas., a lo que él con gran sencillez y espontaneidad respondió: "Porque siempre hay nuevos niños, y para ellos nuestro acto es siempre nuevo y gracioso." Y seguirá siendo nuevo, gracioso y fascinante no solo para todos los niños que puedan disfrutarlo sino también para aquellos de nosotros que sepamos valorar este precioso regalo del pasado y asistamos al circo con el alma dispuesta, permitiendo así vivir al niño que continúa existiendo en nuestro interior.

Antes de cerrar esta nota un amigo me comentó que en días pasados intentó asistir con su esposa y su pequeña hija de apenas dos años de edad a una de las últimas funciones del circo. Como nos suele suceder a tantas personas por estos difíciles días, mi amigo disponía en ese momento solamente del efectivo necesario para comprar la boleta suya y la de su esposa. Creía de buena fe que los encargados de recoger la boletería no exigirían tiquete a su pequeña hijita. No fue así. Debió pues, retornar a su casa con la consiguiente frustración. Estoy segura de que tan inflexible comportamiento se debió solamente a la estupidez del encargado de la boletería que no tuvo la inteligencia de entender que es en los niños precisamente en quienes se cimienta el futuro del circo. Que mantener en las mentes de las nuevas generaciones la ilusión y la magia del circo es precisamente lo que lo mantiene vivo en el tiempo.


Los organismos municipales deberían legislar a fin de que cuando nos visiten este tipo de espectáculos se comprometan a realizar varias presentaciones gratuitas para nuestros niños de escasos recursos que no solamente necesitan alimentarse, crecer sanos y estudiar, sino también asombrarse, reír y muy especialmente, atreverse a soñar.

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